LOS MILITARES EN LA ENCRUCIJADA
¿Qué sienten al ver la Patria devastada, expoliada
y escarnecida por la barbarie castrocomunista a la que en un giro absolutamente
incomprensible y aberrante respaldan y sin cuyo respaldo desaparecería de la
faz de Venezuela en asunto de días? Es una pesada factura de la que deberán
rendir cuenta más temprano que tarde. ¿O alguien cree que esta dictadura es
eterna y no tiene los días contados?
Antonio Sánchez García
Twitter: @sangarccs
Llegar a Venezuela
aventado por los militares golpistas chilenos, ensañados en una guerra mortífera
y total contra los sectores populares y sus partidos políticos, y capaces de
horrendas prácticas de sevicia, persecución, acorralamiento y muerte de los sectores
democráticos – poco importan las razones, que la vileza y la inhumanidad no
tienen justificación – me produjo un muy hondo impacto emocional. La misma
noche de mi llegada, el último lunes de junio de 1977, viví la insólita
experiencia de compartir con mis compañeros filósofos llegados hacía algunas
horas de Europa, los Estados Unidos y Latinoamérica para participar en un
Seminario Latinoamericano de Filosofía organizado por el Dr. Ernesto Maiz
Vallenilla, él mismo un filósofo de gran renombre, entonces fundador y rector
de la Universidad Simón Bolívar y uno de los más destacados intelectuales
latinoamericanos, un muy grato intercambio coloquial nada más y nada menos que
con el propio presidente de la República, Carlos Andrés Pérez. En la
conversación estábamos Marco Aurelio García, brasileño, luego asesor de Lula y
Dilma, y yo, ambos militantes del MIR chileno. ¿Imaginable algo parecido en el
Chile del general Augusto Pinochet Ugarte y su feroz dictadura militar, que ya
había prácticamente exterminado a los líderes históricos de nuestro partido?
Venezuela era por entonces
una ejemplar democracia social, refugio de los perseguidos por las feroces e
inhumanas dictaduras militares del Cono Sur y Brasil, y desde su misma constitución
democrática luego del derrocamiento del general de ejército Marcos Pérez
Jiménez y su dictadura militar, la única alternativa estratégica a las
dictaduras de ambos signos, contra las cuales Rómulo Betancourt empuñó a riesgo
de su vida la letra y la espada: las de la extrema derecha y las de la extrema
izquierda. Enfrentando incluso la tolerancia del “Imperio” con las de derecha. Era
una democracia centrista, asediada y combatida, como todas las democracias de
la región, por el asalto inclemente del castroguevarismo, al que el modelo
betancouriano era la única alternativa posible. Y por lo mismo sujeta a actos
reprobables como interrogar hasta darle muerte a quienes se habían propuesto liquidarla
de raíz. ¿O es que Jorge Rodríguez, el padre de dos de las figuras más
emblemáticas de la reinante dictadura venezolana y responsables del asedio,
percusión, encarcelamiento, tortura y asesinato de los demócratas venezolanos y
de la crisis humanitaria a la que han empujado a treinta millones de
venezolanos, pretendía otro proyecto que esta misma siniestra asfixia de
nuestra libertad, nuestra prosperidad y nuestro progreso, secuestrando a
empresarios como al norteamericano presidente de la Owens Illinois de Venezuela
y asesinando a soldados venezolanos en sus invasores ataques guerrilleros?
Ángela Zago, una de las guerrilleras de entonces, lo ha reconocido con la
hidalguía de que no son capaces los Rodríguez hijos: quien a hierro mata que no
pretenda morir a sombrerazos.
Sus fuerzas armadas habían combatido exitosamente
esa siniestra tenaza desde ambos extremos montada para asfixiar los afanes
libertadores del continente, habían defendido el Estado de Derecho venezolano,
seriamente amenazado por militares golpistas de derechas y por la insurrección
de las guerrillas castrocomunistas de extrema izquierda. ¿Cómo no sentir
auténtica admiración por unas fuerzas armadas que servían con profesionalismo y
gran espíritu constitucionalista al mantenimiento del orden jurídico e
institucional en el que por ese y otros motivos – dos sólidos partidos
democráticos de centro, AD y COPEI – eran perfectamente capaces de sostener una
verdadera democracia social? Que, más allá de sus imperfecciones, representaba
una magistral alternativa al delirio insurreccional del castrocomunismo en el
que por entonces militábamos. ¿Cómo no entender, asimismo, el odio
recalcitrante de Fidel Castro hacia Rómulo Betancourt, odio que trasminara a la
intelectualidad latinoamericana, tal cual nos lo cuenta Mario Vargas Llosa en
su prólogo al admirable e imprescindible escrito de Leopoldo López, Preso
pero libre: “Yo recuerdo el odio que teníamos a Betancourt los jóvenes
de mi generación cuando creíamos que la verdadera libertad estaba en Marx, Mao y
en la punta de un fusil”. El dictamen del propio Vargas Llosa ante esta
insólita ceguera del más servil fanatismo filo cubano no tarda un segundo:
“Vaya insensatos y ciegos que fuimos. El que veía claro, en esos años
difíciles, fue Rómulo Betancourt.”[1]
Y muy por supuesto: no nosotros.
Si los resabios de
antimilitarismo con el que cargaba por esos años necesitaran de un último
empujón para rendirse ante el hecho más que evidente de que los soldados
venezolanos eran de otra estirpe, en muchos sentidos admirable, la experimenté
al convivir y rozarme con algunos de ellos. Pude disfrutar de la amistad de
Mario Iván Carratú Molina, de Huizi Clavier y de los generales Fernando Ochoa
Antich y José Antonio Olavarría, entre algunos otros. Que un civil de
procedencia marxista pudiera departir con tanta confianza y cordialidad con
uniformados de alto rango era una experiencia, por lo menos en aquellos años de
la guerra de los militares chilenos contra los demócratas, absolutamente
inimaginable. No creo que esa realidad haya cambiado un ápice. Los militares,
marinos y aviadores venezolanos eran, en el mundo uniformado del hemisferio de
entonces, clase aparte. Demócratas, de extracción popular y profundamente
comprometidos con la democracia. En cuya defensa no trepidaron en dar sus
vidas.
Algo muy profundo, muy pervertido
y muy propio de nuestro pecado original, al decir de Tocqueville - el
militarismo caudillesco -, debió brotar por esos mismos años para que ese
perfil democrático, constitucionalista, sacrificado, profesional y leal al
sentido nacional de los militares venezolanos se revirtiera hasta alcanzar el
colmo de la traición al sagrado juramento a la bandera: permitir que la Patria
fuera asaltada, conquistada y poseída, sin disparar un solo tiro, por las
fuerzas extranjeras representada por los ejércitos cubanos. Y que uno de los
suyos llegara al extremo de entregar nuestra soberanía a una isla miserable,
tiranizada desde hacía más de medio siglo, y preferir exhalar su último suspiro
bajo el cielo de esos sátrapas, lejos de su tierra, sus querencias y sus
seguidores. Legándoles las riquezas de sus mayores a través de un agente al
servicio de esa abyecta tiranía.
¿Cómo entenderlo? ¿Cómo no
sentir confusión y asombro ante tamaña villanía? ¿Qué siente un alto oficial
venezolano cuando se entera de los horrendos crímenes cometidos en la más
absoluta impunidad por cientos de poderosas bandas organizadas que secuestran,
asesinan y asaltan a diario, con armamento sofisticado y propio de nuestras
fuerzas armadas, sin que ni siquiera tales hechos abominables trasciendan a los
medios nacionales, secuestrados de facto por el dinero, el poder y la sevicia
de los gobernantes, a los que sirven? ¿Para qué entonces nuestras fuerzas
armadas? ¿Para reprimir a su pueblo y bajar la testuz ante el invasor
extranjero y el hamponato impune?
¿Qué sienten al ver la
Patria devastada, expoliada y escarnecida por la barbarie castrocomunista a la
que en un giro absolutamente incomprensible y aberrante respaldan y sin cuyo
respaldo desaparecería de la faz de Venezuela en asunto de días? Es una pesada
factura de la que deberán rendir cuenta más temprano que tarde. ¿O alguien cree
que esta dictadura es eterna y no tiene los días contados?
[1] Leopoldo López, Preso pero libre, Caracas, 2016, pág. 14.
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