martes, 13 de septiembre de 2016

Castro y la guerra inconclusa

CASTRO Y LA GUERRA INCONCLUSA

Maquiavélico, flexible en la táctica e inflexible en la estrategia, apura el cáliz en Venezuela, en donde no piensa ceder un ápice, hasta cumplir un sueño tan viejo como su revolución: hacerla polvo, devastarla hasta sus cimientos y hacerla desaparecer del escenario de la política caribeña. Le asiste en sus empeños uno de sus esbirros sin patria. Y forman el cortejo todos quienes, despreciando el respeto sacrosantos a los DDHH, asisten al circo que se escenifica en la torturada Margarita. Los presos políticos no les dan la bienvenida.

Antonio Sánchez García 
@sangarccs



“Cuando esta guerra se acabe, empezará para mi una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.”
Fidel Castro a Celia Sánchez, Sierra Maestra, 5 de junio de 1958


            La irrupción del castrocomunismo en Cuba con el propósito de enfrentar a los Estados Unidos e imponer el socialismo marxista en América Latina – y en los países del llamado Tercer Mundo, si le hubiera sido posible – tiene más de sesenta años. Y no se requiere ser muy perspicaz para comprender que sobrevivirá a su creador, Fidel Castro, a su hermano, Raúl Castro, y a quienes designen sus herederos cuando les llegue la hora final, que no debe estar muy lejana. 

            Por lo visto, el castrocomunismo llegó para quedarse. Y a pesar de sus fracasos, pleamares y retiradas, sigue, incólume, en sus trece. La ya bíblica tozudez de su fundador es proverbial. Con una voracidad digna de un vampiro sobrevive, con un pie en el sarcófago,  a todas las contrariedades; moribundo absorbe todo aliento vivo de su entorno, como lo hiciera con Hugo Chávez,  a quien le chupara hasta la médula de los huesos, y no ceja en su empeño por imponer su dominio imperial hasta donde alcanza su ya débil mirada. Sus estruendosos fracasos son meros tropiezos. Amparado en la paciencia que proclamara José Martí, espera ver la hecatombe de su mortal enemigo: el capitalismo norteamericano. No cesará en el empeño hasta entregar su último aliento.

            La caída del Muro de Berlín, que sacudiera hasta sus cimientos a la Unión Soviética y sus países satélites, iniciara la implosión del comunismo y empujara al régimen cubano a la inanición, la hambruna y la peste, no fue óbice para que se sacara de la manga, auxiliado por todos los resabios del golpeado marxismo latinoamericano – con ayuda del trotskismo y su maniática revolución permanente - una vía alterna, encontrara atajos y desvíos y lograra imponer, contra todo pronóstico y expectativas, una satrapía en Tierra Firme, con cuyas riquezas se hiciera acompañar de gobiernos satélites en los principales países de la región. Gracias a la fortuna, que ha signado su existencia, logró extraerle a su máximo venerador en el lapso de una década la mítica suma de veintiséis mil millones de dólares, sólo en gratuitos envíos de petróleo. Sumados a colosales pagos por estrafalarios y fantasmagóricos servicios, esa suma puede llegar al medio centenar de miles de millones de dólares. En la antesala de la muerte fue asistido por ese, su nuevo ángel guardián: el militar venezolano Hugo Chávez. Al costo de su vida y la devastación y ruina del cuerpo social que le traspasara en ofrenda a su energía vital. Digno de la figura de Bram Stocker.

            Su porfía ha vencido al duro e implacable establecimiento republicano gracias a otra gratuita donación de la liviandad política de los demócratas: sin una sola contra prestación, Obama lo ha santificado. Y en un sorprendente giro de la historia, la cristiandad le ha entregado el Vaticano a un argentino, jesuita y de izquierdas, que ha corrido a ofrendarle sus respetos. Sabiendo Obama y Francisco, o pretendiendo no saberlo, que la guerra declarada por Fidel Castro contra los Estados Unidos, la democracia liberal y la sociedad de libre mercado sigue en pie y aún en mejores condiciones de que lo estuviera con Juan Pablo II o Ronald Reagan, no han trepidado en afianzar su tiranía. Dejando en la estacada, de paso, a la íngrima Venezuela. Absolutamente imperdonable. 

            Maquiavélico, flexible en la táctica e inflexible en la estrategia, apura el cáliz en Venezuela, en donde no piensa ceder un ápice, hasta cumplir un sueño tan viejo como su revolución: hacerla polvo, devastarla hasta sus cimientos y hacerla desaparecer del escenario de la política caribeña. Le asiste en sus empeños uno de sus esbirros sin patria. Y forman el cortejo todos quienes, despreciando el que debiera ser un respeto sacrosantos a los DDHH, asisten al circo que se escenifica en la torturada isla de Margarita. Los presos políticos no les han dado su bienvenida. Se irán como personas non grata.

Mientras tanto, acucia la crisis de las izquierdas en toda la región, acorrala a sus sectores democráticos, refuerza los intentos por recuperar el poder perdido en Brasil y Argentina y hunde sus garras en la carne flácida del socialismo chileno. Tiene la paciencia infinita de Job y las ansias mesiánicas de Moisés. 

            Muerto el Che, muerto Salvador Allende, muerto Marulanda, muerto Chávez, todos ellos después de haber servido con el sacrificio de sus vidas a su sobrevivencia material y espiritual, Fidel Castro sigue librando la guerra inconclusa contra los Estados Unidos y todo lo que ello significa: democracia, libertad, prosperidad. Cumple con un propósito juramentado en junio de 1958, hace cuarenta y ocho años: poner su vida al servicio de la guerra contra los Estados unidos. Es Saturno, el dios que se devora a sus hijos. Es Cronos, el Dios de la paciencia. Es Júpiter, el Dios tronante. Verá desde La Habana los embates bélicos del Estado Islámico y se sobará sus huesudas manos: no piensa morirse mientras viva la Europa liberal y la América anticomunista. Jura que tuvo razón. ¿Le daremos en el gusto?

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