CASTRO Y LA GUERRA INCONCLUSA
Maquiavélico,
flexible en la táctica e inflexible en la estrategia, apura el cáliz en
Venezuela, en donde no piensa ceder un ápice, hasta cumplir un sueño
tan viejo como su revolución: hacerla polvo, devastarla hasta sus
cimientos y hacerla desaparecer del escenario de la política caribeña.
Le asiste en sus empeños uno de sus esbirros sin patria. Y forman el
cortejo todos quienes, despreciando el respeto sacrosantos a los DDHH,
asisten al circo que se escenifica en la torturada Margarita. Los presos
políticos no les dan la bienvenida.
Antonio Sánchez García
@sangarccs
“Cuando
esta guerra se acabe, empezará para mi una guerra mucho más larga y
grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va
a ser mi destino verdadero.”
Fidel Castro a Celia Sánchez, Sierra Maestra, 5 de junio de 1958
La irrupción del castrocomunismo en Cuba con el propósito de enfrentar a
los Estados Unidos e imponer el socialismo marxista en América Latina –
y en los países del llamado Tercer Mundo, si le hubiera sido posible –
tiene más de sesenta años. Y no se requiere ser muy perspicaz para
comprender que sobrevivirá a su creador, Fidel Castro, a su hermano,
Raúl Castro, y a quienes designen sus herederos cuando les llegue la
hora final, que no debe estar muy lejana.
Por lo visto, el castrocomunismo llegó para quedarse. Y a
pesar de sus fracasos, pleamares y retiradas, sigue, incólume, en sus
trece. La ya bíblica tozudez de su fundador es proverbial. Con una
voracidad digna de un vampiro sobrevive, con un pie en el sarcófago, a
todas las contrariedades; moribundo absorbe todo aliento vivo de su
entorno, como lo hiciera con Hugo Chávez, a quien le chupara hasta la
médula de los huesos, y no ceja en su empeño por imponer su dominio
imperial hasta donde alcanza su ya débil mirada. Sus estruendosos
fracasos son meros tropiezos. Amparado en la paciencia que proclamara
José Martí, espera ver la hecatombe de su mortal enemigo: el capitalismo
norteamericano. No cesará en el empeño hasta entregar su último
aliento.
La caída del Muro de Berlín, que sacudiera hasta sus cimientos a la Unión Soviética y
sus países satélites, iniciara la implosión del comunismo y empujara al
régimen cubano a la inanición, la hambruna y la peste, no fue óbice
para que se sacara de la manga, auxiliado por todos los resabios del
golpeado marxismo latinoamericano – con ayuda del trotskismo y su
maniática revolución permanente - una vía alterna, encontrara atajos y
desvíos y lograra imponer, contra todo pronóstico y expectativas, una
satrapía en Tierra Firme, con cuyas riquezas se hiciera acompañar de
gobiernos satélites en los principales países de la región. Gracias a la
fortuna, que ha signado su existencia, logró extraerle a su máximo
venerador en el lapso de una década la mítica suma de veintiséis mil
millones de dólares, sólo en gratuitos envíos de petróleo. Sumados a
colosales pagos por estrafalarios y fantasmagóricos servicios, esa suma
puede llegar al medio centenar de miles de millones de dólares. En la
antesala de la muerte fue asistido por ese, su nuevo ángel guardián: el
militar venezolano Hugo Chávez. Al costo de su vida y la devastación y
ruina del cuerpo social que le traspasara en ofrenda a su energía vital.
Digno de la figura de Bram Stocker.
Su porfía ha vencido al duro e implacable establecimiento republicano
gracias a otra gratuita donación de la liviandad política de los
demócratas: sin una sola contra prestación, Obama lo ha santificado. Y
en un sorprendente giro de la historia, la cristiandad le ha entregado
el Vaticano a un argentino, jesuita y de izquierdas, que ha corrido a
ofrendarle sus respetos. Sabiendo Obama y Francisco, o pretendiendo no
saberlo, que la guerra declarada por Fidel Castro contra los Estados
Unidos, la democracia liberal y la sociedad de libre mercado sigue en
pie y aún en mejores condiciones de que lo estuviera con Juan Pablo II o
Ronald Reagan, no han trepidado en afianzar su tiranía. Dejando en la
estacada, de paso, a la íngrima Venezuela. Absolutamente imperdonable.
Maquiavélico, flexible en la táctica e inflexible en la estrategia,
apura el cáliz en Venezuela, en donde no piensa ceder un ápice, hasta
cumplir un sueño tan viejo como su revolución: hacerla polvo, devastarla
hasta sus cimientos y hacerla desaparecer del escenario de la política
caribeña. Le asiste en sus empeños uno de sus esbirros sin patria. Y
forman el cortejo todos quienes, despreciando el que debiera ser un
respeto sacrosantos a los DDHH, asisten al circo que se escenifica en la
torturada isla de Margarita. Los presos políticos no les han dado su
bienvenida. Se irán como personas non grata.
Mientras
tanto, acucia la crisis de las izquierdas en toda la región, acorrala a
sus sectores democráticos, refuerza los intentos por recuperar el poder
perdido en Brasil y Argentina y hunde sus garras en la carne flácida
del socialismo chileno. Tiene la paciencia infinita de Job y las ansias
mesiánicas de Moisés.
Muerto el Che, muerto Salvador Allende, muerto Marulanda, muerto
Chávez, todos ellos después de haber servido con el sacrificio de sus
vidas a su sobrevivencia material y espiritual, Fidel Castro sigue
librando la guerra inconclusa contra los Estados Unidos y todo lo que
ello significa: democracia, libertad, prosperidad. Cumple con un
propósito juramentado en junio de 1958, hace cuarenta y ocho años: poner
su vida al servicio de la guerra contra los Estados unidos. Es Saturno,
el dios que se devora a sus hijos. Es Cronos, el Dios de la paciencia.
Es Júpiter, el Dios tronante. Verá desde La Habana los embates bélicos del Estado Islámico y se sobará sus huesudas manos: no piensa morirse mientras viva la Europa liberal y la América anticomunista. Jura que tuvo razón. ¿Le daremos en el gusto?
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