¿Y LA MUD?
“No hubo ni un ejemplo de oposición enérgica, de
hombría ni de firmeza. Sólo pánico, huidas y transfuguismo. En marzo de 1933
había millones de personas dispuestas a combatir. De la noche a la mañana se
vieron traicionadas, sin dirigentes y sin armas. Este fracaso moral estrepitoso
de los dirigentes de la oposición fue una de las características básicas de la
“revolución” de marzo de 1933 que facilitó sobremanera el triunfo de los
nazis…”[1]
Antonio Sánchez García
@sangarccs
A Leopoldo López, María Corina Machado y
Antonio Ledezma
Tras transitar durante
algunos años el desierto de la desunión y la orfandad, luego de la
intempestiva, irreflexiva y desgraciada disolución de la Coordinadora
Democrática, que cumpliera un papel fundamental sabiendo articular a la
sociedad civil y a los partidos políticos, dos fuerzas políticas propusieron y
empujaron a la creación de una instancia unitaria, con el fin de coordinar la
participación electoral opositora y, superando diferencias de forma y fondo,
contribuyera a sacarle el mayor provecho posible a los procesos electorales que
deberíamos enfrentar en el inmediato futuro. El desiderátum era obtener
consensos en torno a los candidatos eventuales y, si nos fuera posible, poder
presentarlos bajo una sola consigna, un solo emblema, una sola organización.
Esas dos fuerzas
estuvieron representadas por dos individualidades: Antonio Ledezma, que ya
había dado probadas muestras de generosidad y espíritu de cuerpo apartándose de
competencias que podrían haber herido los impulsos unitarios que han constituido
sus máximas querencias, como sucediera
al marginarse de las primarias para las presidenciales de 2010, contrariando
los anhelos de su partido e, incluso, los de sus más cercanos colaboradores, y
Roberto Henríquez, que asumiría dicha bandera dándole todo su entusiasmo y
dedicación. La entidad a la que dichas iniciativas darían lugar recibiría el
nombre de Mesa de Unidad Democrática, MUD.
Como lo reconociera años
después de su fundación el secretario general del partido Acción Democrática,
nunca fue el objetivo de la MUD asumir la dirección orgánica de un gran frente unitario
de masas para enfrentar a la dictadura en todos los terrenos de lucha y
coordinarlos para alcanzar el magno objetivo que ha estado a la sombra de todas
nuestras actividades – por lo menos aquellas de los sectores más conscientes y
consecuentes que han formado parte de ellas – a saber: desalojar a la dictadura,
ya perfectamente caracterizada por los más lúcidos de sus dirigentes, y ponerle
fin al régimen que la sustenta.
De modo que esa falta de
una cabeza visible que actuara con una clara y definida estrategia y táctica de
combate dispuesta a enfrentar día a día, hora a hora y minuto a minuto a la
dictadura, amén de privarnos de un instrumento imprescindible para cumplir los
objetivos que anidan en la inmensa mayoría – salir de Nicolás Maduro y del
régimen castrocomunista instaurado por Hugo Chávez en connivencia con la
tiranía cubana, cuanto ante y mediante el uso de todos los instrumentos que la
Constitución establece, incluidos naturalmente el derecho a la rebelión y a la
desobediencia – le ha otorgado a éstos una ventaja insuperable. Mientras el
régimen no descansa en pensar y programar la forma de aniquilarnos y entronizar
su aparato dictatorial, uniendo todos sus esfuerzos bajo un mando
unidimensional, único y estrictamente militante, férreamente controlado por las
fuerzas militares y civiles que lo componen y el aparato de Estado de que
disponen, la oposición ha estado permanente fracturada entre sus diversos
componentes, sobre todo en consideración a la hegemonía absoluta de las direcciones
de los partidos, desvinculados de la sociedad civil, abandonada a su suerte.
Salvo en el único momento en que, dadas las necesidades electorales, esa
sociedad civil, rebajada a clientela votante, ha sido requerida para
presentarse ante las urnas.
Es contra ese cuerpo
rigurosamente disciplinado, políticamente militante, fanático y militarizado,
dependiente del Estado que lo sustenta, mantiene y alimenta, y al que le debe
máxima obediencia y acatamiento, so peligro de perder sus empleos y hasta sus
vidas, que ha debido luchar una oposición pluridimensional, plurideológica,
auto sustentada y autónoma, constituida por individuos plenamente responsables
de sus propias vidas, sin otros compromisos políticos que los que emanan de su
propia, libre y autónoma conciencia y que no pueden confundir su sobrevivencia
existencial con la militancia ni luchar bajo las órdenes de sus patronos. Es la
lucha de un colectivo cerrado, corporativo, criminalizado, pandillesco y fuertemente militarizado contra una sociedad
abierta de individuos libres, inermes, conscientes, voluntariosos y decididos.
Ha sido y sigue siendo una
lucha altamente asimétrica. Sebastian Haffner comenzó su Historia de un alemán, una
biografía juvenil del periodista y escritor que se mantuviera inédita hasta
después de su muerte, con una advertencia que bien podríamos asumir como
propia: “La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una
especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un
Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular
pequeño, anónimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo
que comúnmente se considera la política; el particular no es en modo alguno un
político, ni mucho menos un conspirador o un “enemigo público”. Está en todo
momento claramente a la defensiva. No pretende más que salvaguardar aquello
que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor
personal. Todo ello es atacado sin cesar por el Estado en el que vive y con el
que trata, a través de medios en extremo brutales, si bien algo torpes. Dicho
Estado exige a este particular, bajo terribles amenazas, que renuncie a sus
amigos, que deje a un lado sus convicciones y acepte otras prestablecidas.” Ese
Estado, como lo describirá Haffner en detalles más adelante, es el Estado
Fascista, el Estado hitleriano, el Estado Totalitario. Mutatis mutandi, es el
Estado dictatorial y tiránico que en Venezuela, si bien no alcanza las
dimensiones monstruosas que alcanzara el Estado nazi, a saber: una eficiente e
industrializada máquina de asesinar en masa – seis millones de judíos fueron detenidos,
transportados y gaseados en pocos meses -, hambrea, como no lo hiciera el
Estado nazi con los alemanes, a millones de seres humanos, persigue, acorrala y
encarcela a millones y millones de venezolanos, los reduce a su desnuda
existencia, les quita – como sí lo hicieran los nazis con judíos y opositores –
toda seña de identidad, les impone celebraciones que marcaron a sangre y fuego
la crueldad como método y política de gobierno – ayer el natalicio de un
asesino, hoy la felonía de unos militares traidores e inescrupulosos, mañana la
muerte del caudillo sabanetero – y saquea y devasta a su país con una saña
corruptora que ni soñaran los compañeros de Hitler y la burguesía alemana que
lo acompañara.
Y ese
individuo solitario, inerme, entregado a su suerte, prisionero de sus
convicciones y fiel a sus tradiciones democráticas, respetuoso de la Ley,
constitucionalista y estrictamente ceñido a lo que dicta la tradición de
respeto y obediencia democráticos bajo cuyo imperio fuera educado, somos todos
nosotros. ¿Atravesar al campo enemigo y sumirse en los dictados de la crueldad,
la maldad, el gansterismo y el malandraje que impera en las filas de los
cooptados por ese amasijo de violadores y asesinos llamados partidos
revolucionarios? ¿Traicionar la esencia común aceptando la entrega de nuestra
soberanía a un invasor extranjero, pisotear nuestra enseña y hacer escarnio de
nuestra historia, que es nuestra esencia? ¿Imitar el comportamiento avieso,
oportunista, arribista y bribón de quienes cometen el más vil acto de desacato
dándole la espalda a nuestros juramentos explícitos o implícitos y haciéndose
cómplice de la escoria que se ha apoderado, en muy tristes y amargas
circunstancias de un pueblo veleidoso, caprichoso y desorientado de ese Estado
corruptor, ladrón, narcotraficante y deshonroso?
Es la profunda y terrible contradicción
existencial en que veo sumidos a quienes, civiles todos, han asumido la difícil
tarea de representarnos y defender no sólo nuestros intereses individuales sino
nuestros intereses colectivos, nacionales, históricos. Violando nuestras más
profundas convicciones, quisiéramos que supieran responder al odio con más
odio, al desprecio con más desprecio, a la crueldad con más crueldad, a la
maldad con más maldad, a la violencia con más violencia. Formas todas de la
guerra total que debieran ser respondidas con grandeza, convicción y
profesionalismo por quienes han hecho de la guerra su profesión. Pero que nos
sume en la confusión ante su falta de hombría y sentido del honor. ¿Qué hacer
si también ellos nos han traicionado, desnaturalizando la esencia misma de su
vocación y su oficio? ¿Poniéndose de lado de los traidores y devastadores de la
Patria?
En la Alemania prehitleriana, que de 1918 a 1933, ambos lados de las trincheras estuvieron
claramente representadas por dos figuras de primera magnitud: “Rathenau y
Hitler fueron las dos presencias que lograron estimular al máximo la
imaginación de la masa alemana: uno gracias a su increíble cultura y otro
gracias a su increíble maldad. Ambos, y esto es lo decisivo, procedían de
regiones inaccesibles, de algún ‘más allá’. El uno de la máxima espiritualidad,
donde las culturas de tres milenios y dos hemisferios celebran su simposio; el
otro de una jungla situada muy por debajo del nivel de la peor literatura más
reciente, de un submundo en el que emergen demonios a partir del olor rancio
fermentado en los cuartos interiores de pequeños burgueses, en los asilos de
mendigos, en las letrinas cuarteleras y en los patios de ejecución.”
Hasta aquí, la grave contradicción entre asaltantes
y asaltados, entre víctimas y victimarios y la posiblemente insuperable
contradicción de tener que luchar contra el enemigo haciendo uso de sus peores
armas. Pues una cosa es ser ruin y vil para imponer la ruindad y la vileza, y
otra muy distinta es poner la vida en juego para salvar lo más grande de
nuestras existencias: la Patria. Recurrir a la máxima violencia del Estado para
hundirlo, o ponerla en práctica para restaurarlo. En reconocer esa diferencia y
ponerla en acción radica la única posibilidad de triunfar en un trágico envite
como el que enfrentamos. Si el 23 de enero estuvimos en capacidad de hacerlo,
¿por qué no habríamos de poder repetir la hazaña? Somos una aplastante mayoría,
contamos con el sabio y generoso respaldo de nuestra Iglesia y nadie dice que
todo esté perdido en donde aún podemos suponer la importante existencia de reservas
estratégicas de amor por Venezuela. Sólo falta el envión de la civilidad que
permita descorrer los cortinajes. ¿Lo daremos?
El problema es renunciar a ese máximo sacrificio,
clausurando las auténticas salidas. Haffner narra el precio pagado por los
alemanes durante esas tenebrosas circunstancias: “No hubo ni un ejemplo de
oposición enérgica, de hombría ni de firmeza. Sólo pánico, huidas y
transfuguismo. En marzo de 1933 había millones de personas dispuestas a
combatir. De la noche a la mañana se vieron traicionadas, sin dirigentes y sin
armas. Este fracaso moral estrepitoso de los dirigentes de la oposición fue una
de las características básicas de la “revolución” de marzo de 1933 que facilitó
sobremanera el triunfo de los nazis…Allí donde debería manar esa fuente de
energía a los alemanes nos les queda más que el recuerdo de la deshonra, la
cobardía y la debilidad…El Tercer Reich nació a partir de esta traición practicada
por los adversarios políticos de Hitler, así como de la sensación de
impotencia, debilidad y repugnancia que aquella generó…El factor decisivo fue
que en aquel momento la ira y la repugnancia vertidas contra los propios
dirigentes cobardes y traidores fueron mucho más fuertes que la ira y odio de
los que era objeto el auténtico enemigo.”
Trágica realidad que comenzamos también nosotros a
experimentar. Una última observación estremecedora, que no se refiere a la
monstruosa falla de los liderazgos sino a la triste y amarga impotencia existencial
de los liderados: “Lo único que queda pendiente de aclaración es la ausencia
absoluta de eso que tanto en una nación como en una persona se denomina “raza”:
un núcleo sólido, inmune a la presión y a la fuerza de atracción externas,
cierto vigor noble, una reserva intrínseca de orgullo, convicciones firmes,
seguridad en uno mismo y dignidad, capaz de ser movilizada llegado el momento.
Los alemanes carecen de esta capacidad. Son una nación poco fiable, enclenque,
sin núcleo.”
¿Será nuestro caso? De la respuesta depende
nuestra existencia como Nación.
[1]
Sebastian Haffner, Historia de un
alemán. Memorias 1914-1933, Ediciones Destino, Barcelona, España, 2001. Todas
las citas han sido extraídas de dicha obra.
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