Sofía Imber, in memoriam
Con Sofía Imber muere la Venezuela del arte y la
cultura, la libertaria irreverencia de un periodismo culto e inclaudicable y la
dignidad de lo que un día fuéramos y debiéramos volver a ser. Es el imperativo
moral que nos deja su legado.
Antonio Sánchez García
sangarccs
Estaba profundamente fastidiada
por su circunstancia. Ser llevada de un lado al otro en silla de ruedas, tener
que contar con una asistente para realizar sus tareas más nimias, tal como se
lo contara a Diego Arroyo, la fastidiaba hasta extremos insoportables.
Imposible de estarse quieta, ella, un volcán en permanente erupción, por lo
cual exigía ser paseada por su chofer por las calles de su ciudad dos o tres
horas diarias hasta agotar sus ansiedades. Que siempre fueron inagotables.
Estábamos en el auditorio
del Miami Dade College culminando los preparativos para el homenaje que se le
rendiría al día siguiente, durante la presentación en los Estados Unidos del
estupendo relato de su vida escrita por su joven biógrafo venezolano. A los
pocos minutos quiso irse y se apostó en su silla de ruedas, a la sombra del sol
y del viento, esperando el taxi que debía volverla a casa.
Salí a acompañarla. Y le
hablé de la muerte a la que sus más entrañables amigos se estaban acercando. Nos estábamos acercando. Fue un bálsamo para
su impaciencia. Su destino era el nuestro. Me sonrío, me tomó de las manos y
sus ojos se iluminaron. Al día siguiente asistió en primera fila al bello
homenaje preparado por su hija, Adriana Meneses, y la estrecha amiga de ambas,
Beatrice Rangel. Con el concurso siempre atento y discreto de Carlos Alberto
Montaner y la presencia de esa suerte de hijo espiritual al que tanto quiso,
Boris Yzaguirre. Soledad cumplió su último deseo: le cantó las canciones que
ella y Carlos tanto amaban: Göttingen, Palabras de amor, Gracias a la vida. Y
esas emblemáticas e inolvidables
canciones de nuestro folklore, el Polo Margariteño y el Pajarillo Verde. “Eres
grande Soledad”, le susurró al oído. Más que ella, imposible.
La vejez, su vejez y la
nuestra, ese inevitable naufragio al que tanto detestaba y temía Jorge Luis
Borges, impidió que las jóvenes generaciones que pronto dirigirán el país, si
deciden asumir sus responsabilidades con grandeza, con temple, con honestidad y
entereza, la conocieran, la disfrutaran,
aprendieran a respetarla y quererla. No ha sido pródiga nuestra encallada
república en figuras tan prodigiosas como Sofía Imber. De una rectitud y una
prodigalidad tan deslumbrantes. De una creatividad y una capacidad ejecutoria
verdaderamente asombrosas. De una cultura artística, una sensibilidad y una
veracidad a toda prueba. Seres como Sofía merecerían la inmortalidad, si ella
no fuera el más espantoso de los castigos imaginables. Por el bien de sus
pueblos. Por el bien de sus naciones.
Quien no advirtió la
inconmensurable pequeñez, incultura y zafiedad del teniente coronel al
arrebatarle a su máxima obra, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía
Imber, su impronta esencial - su nombre y su apellido -, no merece llevar en su
corazón la grandeza de esa Venezuela emprendedora, culta, inteligente, pacífica,
legalista que en una suerte de milagro histórico se hiciera de Venezuela
durante esos cuarenta años de democracia, está siendo mortalmente atropellada
por la resurrección de la barbarie. No hizo lo que sus aliados del ISIS y
protectores del narcoterrorismo de los usurpadores del poder hicieran con las
inmortales obras de Palmira: derrumbar a golpes de mandarria una de nuestras
máximas creaciones culturales. Su gansteril bajeza sólo llegó hasta arrebatarle
su nombre y rebajar la obra a una mera señal perfectamente desdeñable en el
catálogo de las grandes obras de la democracia. Preparando las condiciones para
contraponerle, desde un rancherío del oeste, el monumento a su incultura. Al
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, el Museo Militar con sus
restos semi momificados. La eterna discordia: la deslumbrante grandeza de la
civilidad contra la turbia barbarie del militarismo.
Con Sofía Imber muere la
Venezuela del arte y la cultura, la libertaria irreverencia de un periodismo culto
e inclaudicable y la dignidad de lo que un día fuéramos y debiéramos volver a
ser. Es el imperativo moral que nos deja de legado.
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