LA CRISIS QUE VIVIMOS
No cabe otra respuesta: la crisis es estructural, profunda, geológica y
las capas tectónicas de nuestro ordenamiento civilizatorio se están
desplazando sísmicamente en busca de un nuevo orden mundial.
Antonio Sánchez García
@sangarccs
Imponer
la forma sobre el contenido y las buenas maneras por sobre la sustancia
puede provocar, en ese bajo mundo de la sociedad sobre el que se
asienta la política, la acumulación de tensiones y contradicciones hasta
reventar los frágiles muros de contención construidos bajo la
arquitectura de aquello que los franceses llaman, no sin sorna, proceder
“comm’il faut”
– como corresponde, correctamente. Una disposición de espíritu que
suele recubrir una de las más oprobiosas y dañinas taras de la política:
actuar bajo el imperativo de lo que los alemanes llaman Realpolitik, realismo político. A saber, actuar por conveniencia, no por principios. Una tara de la que los venezolanos tenemos más que suficientes pruebas.
Nada
que objetar cuando el rumbo está perfectamente a control, la sociedad
funciona por inercia, las instituciones parecen perfectamente aceitadas y
todos los ciudadanos, o una aplastante mayoría de ellos, están
consciente o inconscientemente dominados por el respeto a las
instituciones del Estado. O a los usos y costumbres inveteradas. Cuando
proceder correctamente da los mejores réditos. Y hacerlo no acarrea sobresaltos , sin que nadie cuestione ese maravilloso principio bíblico que le reconoce al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Que en un país como el nuestro, en donde jamás imperó la etiqueta, y la barbarie ha sido norma cotidiana de comportamiento con la insólita excepción de sus cuarenta años de democracia, se haya roto ese sagrado principio de la estabilidad, el orden, la justicia y el progreso un nefasto 4 de febrero, echando abajo todos los diques hasta desmadrar sus aguas sucias y turbulentas, no debiera sorprender a nadie. Pero que esa norma de entendimiento político esté haciendo aguas
en los Estados Unidos y en Europa debería ser motivo de una muy seria
reflexión. ¿Qué está pasando en el mundo como para que los ejemplares
políticos del comm’il fautsean apartados con trombones y fanfarrias y el poder caiga en manos de la inescrupulosidad de parvenues dispuestos a imponerles a sus sociedades un atroz proceso automutilador?
No
cabe otra respuesta: la crisis es estructural, profunda, telúrica y las
capas tectónicas de nuestro ordenamiento civilizatorio se están
desplazando sísmicamente en busca de un nuevo orden mundial.
Se dice fácil y el papel lo resiste todo. Pero hablamos de un giro copernicano en
el cuadrante político que desencaja los acuerdos explícitos e
implícitos alcanzados entre los principales poderes del planeta desde el
fin de la Segunda Guerra, arrastrando consigo los
acomodos del sostén material y la hegemonía política y cultural que ha
ordenado la vida social en el planeta desde entonces. ¿O alguien puede
sostener impunemente que la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos y la de Jorge Bergoglio en el Vaticano – dos fenómenos de trascendencia global absolutamente
inéditos en la historia moderna – no ha puesto cabeza abajo las
certidumbres que, desde bambalinas, regían, juzgaban, controlaban y
acataban la marcha de los acontecimientos?
Que
el principal gestor y beneficiario de la economía global pretenda
dinamitarla, regresando a un proteccionismo cerril y anti histórico, que
atenta contra sus propios fundamentos estructurales; y que la
principal instancia de conservación de los valores milenarios de la
cristiandad haya decidido entregarse a los brazos de una orden
ambiciosa, voluntariosa y absolutamente inescrupulosa a la hora de
bregar por el Poder como la de Ignacio de Loyola - que ya una vez debió
ser expulsada del reino en que naciera su fundador - y le haya encargado
el papado a un jesuita no sólo antiliberal, lo que no es ninguna
novedad eclesiástica en una tradición conservadora, sino de izquierda, y
de la más dura, constituye una señal extremadamente alarmante de que el
eje polar de nuestra humanidad está siendo sacudido a extremos de
consecuencias difícilmente predecibles.
¿Prolegómenos de un conflicto planetario?
En
ambos casos asistimos al notable fracaso de lo políticamente
“correcto”. Al estruendoso fracaso del buenismo del inefable Barack
Obama, todas cuyas políticas más esenciales – del Obamacare a
la apertura hacia Cuba, por no hablar de su política de manos atadas
frente al extremismo musulmán – están siendo demolidas a pocos días de
su desplazamiento del gobierno por Donald Trump. Y al fin y apartamiento
de la pureza teológica del filósofo alemán Joseph Ratzinger, Benedicto
XVI, por quien no teme confesar su odio al liberalismo y su velada
admiración por las izquierdas, incluso dictatoriales o tiránicas, como
las de Raúl Castro y Hugo Chávez.
¿Qué hacer? A juzgar por la imponente reacción del pueblo llano norteamericano, incluso de algunos importantes funcionarios de sus propias instituciones y el mundo empresarial, y
la unanimidad de criterios partidistas en torno al rechazo a la
arbitraria y desaforada actuación de Trump al frente de la Casa Blanca,
el empresario multimillonario comienza a encontrar obstáculos naturales
en la más ejemplar de las sociedades democráticas del planeta. A juzgar
por la valiente y lúcida reacción de la Iglesia venezolana al intento
del régimen por imponer el totalitarismo, también las bases de la
Iglesia parecen muy lejos de consentir las veleidades ideológicas de su
pontífice.
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