ME QUEDA LA PALABRA
“Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.”
Antonio Sánchez García
@sangarccs
A Antonio Ledezma
No
fui sólo yo: fuimos muchos los que venimos previniendo desde hace
muchos años acerca de la naturaleza tiránica del caudillo y la índole
dictatorial y protototalitaria de su régimen, así como de la absoluta
imposibilidad de removerlo y desalojarlo según los tres tótems tutelares
de la ya avejentada y siempre inútil política adecojusticiera:
“constitucional, pacífica, electoralmente”. Pues en cualquier sociedad
moderna, en donde reinan esos tótems y tabúes, llegados a crisis
orgánicas, excepcionales, agónicas y terminales como las que vivimos en
Venezuela desde la declaración de guerra a muerte a nuestra convivencia
democrática por parte del golpismo cuartelero expresada el 4 de febrero
de 1992, la sociedad política pierde todos sus matices y
diferenciaciones reduciéndose a dos grandes bandos que luchan por su
sobrevivencia: amigos y enemigos. Así altere, escandalice y asombre a
las buenas conciencias de los asesores del democratismo a ultranza.
Dicho en buen cristiano: de una parte los asaltantes, armados de la
mesiánica parafernalia castrocomunista y el poderío asesino de cañones,
tanques, buques y aeroplanos, decididos a pasar a degüelle a quienes se
les opongan; y de la otra, los asaltados, inmensas mayorías armadas
apenas de una Constitución de papel que, como todas, salvo la de 1961,
en Venezuela desde siempre han servido para todo, menos para regir las
conciencias y ordenar las voluntades. De una parte los leones, buitres
y chacales: del otro, los corderos. Silenciados.
Puedo
citar a sociólogos y politólogos venezolanos pos graduados en Cambridge
o Harvard gracias a Carlos Andrés Pérez, la Gran Mariscal de Ayacucho y
la gerencia de Leopoldo López Gil, que han apostado sus cabezas por la
salida electoral, pacífica, consensuada. Atiborrando a sus ingenuos e
ignaros asesorados de ejemplos falaces, pues correspondían y eran
materia de otros quintales. Aún llevan sus cabezas sobre sus hombros,
mientras sus empleadores muerden una y otra vez el polvo de la derrota,
pues en Venezuela nadie es verdaderamente responsable por lo que dice,
asegura o promete. Ni nadie es llamado a juicio y confrontado con el
peso de sus responsabilidades. Los más de trescientos mil muertos y la
ruina y devastación del país – no un mapa geográfico, sino treinta
millones de almas y varios millones de hogares – podrán esperar hasta el
juicio final. Nadie asumirá el fracaso, nadie tendrá el coraje de
renunciar a la jefatura de sus partidos, de los que se hicieron a lo
mero macho, a lengua, capa y espada; nadie saldrá a explicarnos a qué
saco roto fueron a dar sus promesas legislativas. Siguen tan campantes
haciendo de candidatos presidenciales in pectore de la pobre Venezuela.
Como si en estos dieciocho años no hubiera pasado nada. Pigmeos. Max
Hastings dixit. Sentados como Godot, a la espera de la sexta república.
¿No
hay quienes se pregunten seriamente por qué traicionaron el gigantesco,
el descomunal esfuerzo puesto en movimiento por Leopoldo López, María
Corina Machado y Antonio Ledezma, que terminara en el martirologio de
medio centenar de jóvenes venezolanos, el desenmascaramiento ante el
mundo de la naturaleza sangrienta y dictatorial de la satrapía y la
prisión y acorralamiento de sus responsables políticos, mientras ellos, a
suficiente y garantizado respaldo, corrían a lamerle las suelas al
sátrapa un 14 de abril de 2014? Si fue por impedir la ruina y la sangría
del país, los hechos han demostrado que no lograron impedir
absolutamente nada. Si fue por obedecer a la trilogía del santoral
adecojusticiero, tampoco lograron nada. ¿No y que en seis meses sacaban a
Maduro con vientos frescos desde la Asamblea Nacional? Se cumplió un
año de la fementida promesa y el sátrapa sigue tan firme en su trono
como cuando lo usurpara bajo las órdenes del moribundo y las intrigas de
los tiranos. Mientras la asamblea arrastra una vida patética y
lamentable. Sale el adeco, sin más logros que una gigantografía en la
basura. Y entra el justiciero, con una ristra de derrotas presidenciales
a sus espaldas.
Entre
tanto el país naufraga a la deriva y ya son millones los venezolanos
que han preferido escapar del infierno antes que sacrificarse en aras de
sepa Dios que indescifrable futuro en manos de los administradores de
la nada. Los comprendo y los envidio. De estos líderes no cabe esperar
otro futuro que la claudicación, la rendición y la entrega. Disfrazados
de diálogos y elecciones. Salvo un milagro: la rebelión de los justos.
Mis raíces ya son demasiado profundas y el anclaje espiritual y mi
agradecimiento demasiado comprometido con el país que me enseñó a ser
feliz, como para seguir los pasos del otro, del último de mis
destierros. También yo debí escapar de la canalla y no titubé a la hora
de salvarme de la metralla y la cuchilla. Y antes de perder el segundo
país de mi vida, prefiero perderla a ella.
Queda
el derecho a la palabra, a la amarga, a la acerva, a la angustiosa
verdad de la palabra. Lo dijo en un momento semejante, aunque mucho más
terrible pues tenía de testigos de cargo a un millón de cadáveres, un
gran poeta español, Blas de Otero:
EN EL PRINCIPIO
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra
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